Uno llega a un lugar y empieza a
imaginarse como volverlo suyo, para que cuando los suyos vengan sepan que
algo de ese lugar también les pertenece.
Que se vuelva familiar, que se
vuelva hogar, que sea de esos lugares de los que uno no quiera salir en todo el
fin de semana, y al que uno quiera llevar a la gente que quiere.
Esos lugares se empiezan a llenar
de trapitos, de muebles, de fotos, de colores, de detalles que a uno le agradan
y que uno espera que le agraden a los que le agradan a uno.
Poner esto aquí, correr esto allá.
Esa mesa no sale con nada, esa lámpara está muy cara pero es la que da el
ambiente que uno necesita.
Luego de horas de trabajo
extenuante, uno llega tarde y prende la luz, y le gusta lo que ve, e imagina a
su gente estando ahí cuando uno llegue, sabiendo que es el lugar que se ha
construido para que también lo disfruten esos otros que lo hacen feliz a uno.
Y empieza uno a amarrarse, a
crear raíces...a sentirse triste cuando ninguna de esas sillas ha sido usada
por nadie, porque nadie visita, ni porque quisiera ni porque pudiera.... y uno duda…y
siente nostalgia de deshacerse de esas historias que no se han construido pero
que tenían potencial de hacerse realidad.
Y uno se cuestiona, si vale la pena
sostenerse, o mejor mandar todo al carajo…si vale la pena sacrificar la cordura
por un futuro que nunca llega... y ahí es donde uno recuerda el temor que sentía
de tener hogar, de tener espacios con detalles que lo hicieran a uno lento al
quererse mover nuevamente.
Luego, mientras se barre el polvo
de debajo de la cama, la lucidez y sensatez vuelven a la mente y al alma.
Uno puede crear los hogares que
quiera, no hay que amarrarse a ningún objeto…son simples cosas que se compran y
se venden...y siempre, siempre siempre, mientras se respire, se puede comenzar
de nuevo.